Enmarcando
la pradera recién lavada por la lluvia
resplandece
un hermoso Arco-Iris
impalpable
y etéreo.
Admiro
extasiado sus siete bandas curvas
de
nítidos colores:
rojo,
anaranjado, amarillo, verde,
azul,
índigo y violeta.
Los
límites entre color y color
son
bellamente indefinibles.
Mientras
tanto el paisaje de árboles y prados
guarda
silencio.
Adoro
a quien ideó colgar en la llovizna menuda
esta
guirnalda de colores luminosos y efímeros,
que
solo duran mientras el sol ilumina oblicuamente
con
un adorno
tan
femenil y delicado
como
es el Arco-Iris, y me pregunto:
¿Quién
y para quiénes diseñó esta fantasía celestial que,
de
no existir nosotros los humanos,
pasara
inadvertida
para
el resto de los seres?
Los
animales no aprecian el primor del Arco-Iris;
las
plantas menos, las rocas mucho menos.
Esta
pulcra ornamentación
siempre
ha existido,
desde
antes de que hubiera ojos inteligentes
que
la contemplaran.
Durante
millones de años
el
Arco-Iris resplandeció para nadie.
¿Quién
se propuso alegrar y embellecer el firmamento
cuando
no existía quién se alegrara
ni
quién lo agradeciera?
¿Quién
inventó esta pulcritud?
¡Plácemes,
Señor,
por
esta policroma diadema celestial del Arco-Iris!