¿A
quién se le ocurriría
disfrazar
el firmamento con vellones rojizos,
y
en las ascuas del dorado poniente
derretir
como un lingote de oro
la
realeza del sol?
Divinizar
el ocaso
con
la magia sublime de los arreboles,
y
en el espejo del remanso
duplicar
el crepúsculo.
Si
las damas se envanecen
de
estrenar cada día,
el
cielo no se envanece de estrenar cada hora.
El
cambiante vestido de nubes
nunca
se repite,
y
el viento es su modisto.
En
algunas tardes el firmamento
parece
un rebaño de rosadas ovejas.
En
otras tardes un lumbroso abanico:
destellos
dorados
entre
destellos azules.
¡Gracias,
Señor,
por
tu divina ocurrencia
de
los arreboles!
Yo
te admiro
junto
con todos los que se extasían.
Perdona,
Señor,
a
los que nunca se conmueven.
Cuando
la tarde
se
incendia sobre el río
y
el espejo fluvial se ruboriza,
me
invade una emoción ultraterrena
No hay comentarios:
Publicar un comentario