Soy
una muchacha campesina,
lavandera
de oro.
Me
fascina menear en el río mi batea
y
contemplar las chispitas doradas
que
me hacen guiños.
Al
atardecer llevo en un frasco
mi
cosecha de polvo amarillo,
y
en mi pecho una risueña ilusión.
Me
dirijo al poblado
y
entro a un almacén.
La
tendera recibió mi dorada fortuna
y
la vertió en un platillo
de
la balanza de precisión.
La
equilibró colocando en el otro platillo
un
manojo de billetes ajados.
No me dé hojarasca, le
dije,
págueme con aquel precioso chal de
Manila
de colores divinos.
Y tampoco me lo empaque,
yo lo llevo puesto.
Y
estrenando ese lujo regresé jubilosa,
convertida
en princesa.
¿Quién
escondió el oro, la plata y el platino
en
vetas profundas
y
las cubrió con el manto de la cordillera?
Y
pensar que los metales vinieron
de
las estrellas,
cuando
la Galaxia en su girar centrífugo
salpicó
goterones incandescentes
que
se hicieron planetas.
Todos
los metales son preciosos,
a
excepción de ninguno.
Pienso
que así como un abuelo
se
divierte con sus nietos
escondiéndoles
monedas
debajo
de la alfombra,
así
te diviertes tú, Señor,
escondiéndonos
metales preciosos
debajo
de la corteza terrestre.
Para
eso nos creaste,
para
tener con quién jugar y divertirte.
¿Qué
harías tú, Señor, sin nosotros
tus
niños y tus niñas?
¿Con
qué distraerías tu silenciosa
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